El tormentoso Vincent Van Gogh

A los 150 años de su natalicio

Ejemplo de una vocación tardía

Hijo de un pastor protestante, nació el 30 de marzo de 1853 en Zunder (Brabante Septentrional). De niño —dice Coquiot, excelente biógrafo— botanizaba, pensaba y soñaba; sentía un vivo amor por los animales, le gustaba coleccionar flores y nidos de pájaros. Al carácter dulce y melancólico de Vincent no cuadraría su ocupación de empleado en diversas sucursales de la Casa Goupil, cuya tienda de La Haya fundó un tío suyo. En medio de la pintura banal que allí se acostumbraba a vender no aparece aún su vocación artística, sino entonces más bien absorbido en la lectura de la Biblia y en el deseo de ser útil al prójimo siguiendo la doctrina de Jesús.

Sus primeros dibujos datan de 1873: los hizo en Londres y son croquis pacientes, minuciosos y terriblemente desgarbados que representan el Támesis y las calles londinenses. Por las Navidades de 1875 va a su casa (ahora en Etten, donde fue trasladado su padre) con la idea más fija que nunca de proteger a los desgraciados y afli-gidos. Deja su empleo de marchante de cuadros para enseñar francés en un pensionado; por otra parte, estudia griego y latín y se propone aprender teología. Ya en una fase de debilidad cerebral, escribe proyectos incoherentes de sermones. En el Borinage belga predica a los mineros, visita enfermos, distribuye cuanto tiene: 

Retrato de Pattience Escalier, 1888
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sus trajes, su dinero e incluso su cama. En 1878-1880 dibuja asiduamente, ya sea copiando grabados o interpretando cuanto ve a su alrededor; en la primavera de 1880, durante una nueva visita a sus padres, que siguen viviendo en Etten, pide a su hermano Theo (que estaba empleado, como antes Vincent, en la Casa Goupil) que le busque un profesor de dibujo. Theo cree hallar en Van Rappau un buen maestro para él, bien que quienes ejercen gran influencia sobre las más antiguas obras de la serie de Vincent Van Gogh fueron Jozef Israéls y Anton Mauve. Para estar aconsejado por Mauve se instala en La Haya, en diciembre de 1881, y allí reside hasta septiembre de 1883. No halla ambiente para sus desvelos por el prójimo ni para su arte, se siente desamparado de sus padres, desalentado por los pintores; sólo su hermano Theo se apiada de él y no cesa de animarle con su fe; le ayuda (y le ayudará siempre) con dinero, aunque Vincent sufre por ello y, en el temor de hacer-se pesado a las posibilidades pecuniarias del buen Theo, economiza estrechamente sus colores, sus telas y su papel; no hallando solución de su parte para mejorar las entradas con sus obras aún sin valor para la venta, Van Gogh se irrita en nuevas crisis nerviosas. Dado por completo al arte, reside en Nuenen (1883-1885), siguen influyéndole Israéls y Mauve, junto con Millet, de quien estima el caractéricismo y la técnica, y se esfuerza en reflejarlos en sus dibujos, generalmente a lápiz negro y a trechos difuminados con el dedo. Cuando descansa de su trabajo se sumerge en una soledad atiborrada de amargos pensamientos.

 Al poder formidable de su color se une la precisión vibrante que da a la forma

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Los dos años que en París Van Gogh -marzo de 1886-febrero de 1888— comienzan con la revelación de Delacroix, de los impresionistas y de Monticelli, que ensancharían el campo de los tres pintores bucóli-cos antedichos. Él excederá a los impresionistas en nervio, se ads-cribirá más bien al sentido que de Delacroix se desprende y a las gamas pastosas mon-ticellianas. Es Monticelli su segundo despertar ante la luz amasada en la paleta; la pri-mera revelación de tal carácter se la dio Rembrandt, ya en la juvenil desorientación de Vincent: «Hasta su muerte tendrá los ojos fijos en el faro de Rembrandt», dice Coquiot. El cuadro de sus más importantes influencias se completa con el conocimiento de los japoneses gracias a las estampas de Qutamaro, de Shounsho, de Hokousaí, que trajo de Japón Théodore Duret. A todos ellos enrosca Vincent Van Gogh en la rueda rutilante que palpita en su corazón; los arrastra por la fuerza vital que capturará, no la luz difusa, cosa en que los impresionistas fueron maestros, sino el mismo sol con todo su centelleo y energía. Lejos del caractéricismo brumoso que amó en Nuenen, su paleta es clara y optimista; sus pinceles van creando esplendorosos ramos de flores y retratos reverberantes, aún agresivos y feroces como obras de traspaso entre los años de Nuenen y la plena conquista solar que conseguirá en Arlés. La fase arlesiana de su creación es de una actividad abrumadora; no pasa día sin que pinte un cuadro o en empezar o terminar dos o tres telas. A fuerza de trabajar a pleno sol tiene quemados los ojos; produce obras flameantes, incendiadas; no obras que proyectan relámpagos sino que están abrasadas intensamente y de un modo uniforme. Al poder formidable de su color se une la precisión vibrante que da a la forma de las flores y a las hojas de los árboles, y a los tocados esquemáticos de las rondadoras del Baile de Arlés, de una trabazón de arabesco jamás soñada por un Toulouse -Lautrec en temas análogos.

Gasta todas sus energías en su lúcida pintura, no valorada aún por los marchantes, contando no más que con los recursos que le ofrece su fiel hermano —recursos que no bastan a sostener físicamente una vida tan exuberante—, se torna cada día más colérico, engendrando en él tal vez un arranque de celos o de odio a sí mismo provocado por la fijación de sus facciones —entre sus adorados girasoles— en un cuadro obra de Gauguin (quien, a invitación de Van Gogh, vivía con él) y Van Gogh, al ver el retrato terminado, exclama: «Soy yo ciertamente, pero yo vuelto loco»; por la noche, en el café, Van Gogh echa un vaso contra Gauguin, se vuelve a casa y se corta una oreja. Todo ello es objeto de las habladurías populares en Arlés, donde la vida de Van Gogh es ya imposible; mientras trabaja es víctima de las mofas infantiles. Su hermano consiente a internarlo en el manicomio de Saint-Rémy. Vincent sigue pintando durante el año que allí reside, con la misma pasión frenética de siempre —fundiendo en el arrebato provenzal la línea esquemática japonesa—, en la plenitud de su talento. Halla en el arte el único dique a su dolencia de sensibilidad cascada, de fúlgida vibración que el débil cuerpo no puede resistir. Ama o detesta las fuerzas cósmicas según puede captar su esencia o se siente fatigado en el esfuerzo hercúleo de sus prodigiosos pinceles. Paysage en colére de mistral méchant titula una de sus obras; maldice el viento como si fuera una energía humana responsable. Cuánto daño le hacía la vida abstrusa y burdamente reglada de la casa de dementes; Theo lo comprendió y lo llevó a Auvers-sur-Oise para ponerlo bajo la vigilancia médica del doctor Gachet, coleccionista de impresionismo e inmediato comentador inteligente de Van Gogh, acerca del cual dice: «No es un pintor amante de su arte sino un pintor que tiene fe viva en su arte hasta el martirio».

 En Auvers retrata a Gachet, sigue en su ímpetu pictórico; pero con la monomanía de sentirse una carga para su hermano —en mayor grado desde el matrimonio de éste— se dispara un tiro en el pecho el 27 de julio de 1890, a consecuencia de lo cual muere dos días más tarde. La salud precaria de Theo no pudo resistir su profundo dolor, su enfermedad fue agudizándose y, trasladado a una casa de curación de Utrecht, fallecía el 21 de enero de 1981.

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Así terminó el drama del holandés Vincent Van Gogh, que dio a sus obras una insólita vida palpitante y cuya pretendida locura o intermitente locura (meningo-encefalitis difusa, según el doctor Christian Dupinet) le permitió dibujar y pintar con una sinceridad perfecta, ajena a toda preocupación.

En una carrera fulgurante y brevísima, Van Gogh se entregó a pintar con un arrebato autodestructor, tras haber experimentado un poco el realismo y otro poco el impresionismo. Sus sentimientos hacia las cosas eran exagerados y, al pintarlas ya en su periodo último, más personal, refleja en ellas un espíritu turbulento, desequilibrado y lleno de pasión lírica.

La naturaleza cambia de forma y de color bajo su visión apasionada. Con pincelada corta, hija del impresionismo, parece atacar el lienzo nerviosamente, haciendo que cada toque sea un grafismo de color en el que se lee la pasión o la melancolía con que se expresa: porque el estilo de Van Gogh es ya expresionista y lo que pinta son cosas transformadas por su estado de alma.

El holandés introduce en la pintura la visión emocional y la tensión espiritual contenida por la línea y por el color.Solo hay una vida, irrepetible y única, atrapada entre las dos eternidades del antes y del después de nosotros, somos un breve lapso, mucho menos que un parpadeo en relación a inconmensurable dimensión de los tiempos, podríamos vivir cien años, y hasta podrían ser unos maravillosos cien años, pero para vivir la vida son un tiempo demasiado corto, por tanto, estamos obligados a vivirla de la mejor manera y de una forma tan intensa que nos impacte a nosotros y a las personas que nos rodean, nunca es tarde para empezar a vivir, a entusiasmarnos con la vida y con un arte, como lo hizo un holandés llamado Vincent Van Gogh, que lo que mejor hizo fue vivirla… Lastima grande, la incomprensión de su tiempo y su propio carácter esquizofrénico lo obligaron a irse antes de lo debido. ¿Pero quien dijo que para vivir la vida no se necesita ser valiente?

Notas:
[*] : 
Maestro en artes escénicas, en el CEDITH Rodrigo de Triana Patio Bonito-Bogotá. Profesor de historia del teatro, artes escénicas, Universidad El Bosque. Actor de la Fundación Teatro Quimera.

 

 

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