¿Ethos… Pathos?

El desarrollo de la música durante todo el siglo XX, pensado desde el inicio de la primera guerra mundial apróximadamente, ha construido una huella importante para la cultura musical de las diferentes sociedades,

parte de la espiral de la historia que, desde su propia concepción- desde su postura originaria polisémica-, la reciben, la completan y reelaboran a partir de ella su propia identidad artística, como artistas activos o como receptores sensibles.

No se trata ahora, en este concreto estado histórico, de un fenómeno totalmente nuevo, pues de esta naturaleza ha sido el comportamiento del arte, de la música como institución de la sociedad y frente a la sociedad, desde antiguo: dejando una huella que ha pasado por la revisión de su devenir, problematizando frente a ella, siendo contestataria del modo de vida que la engendra y finalmente proponiendo la otredad de la realidad misma. Pero, a diferencia de toda su historia anterior la obra artística, la obra musical de la contemporaneidad actual es tanto más plural  en su discurso cuanto que la propia evolución del pensamiento humano y en consecuencia las sociedades en su conjunto han convenido en la necesaria transformación de sus estructuras institucionales, expresada de un modo muy claro en las relaciones sociales de clase, despojándose de atavismos y privilegios incoherentes con el sentido práctico y funcional de los oficios y la existencia como dinamizadores del sistema completo de la cultura.

De esta manera la tendencia anterior al siglo XX a homogenizar la creación musical en el concepto de estilo personal y, de época y nación, que respondía en basta medida a conceptos emanados de la conciencia de clase por parte del grupo dominante u oficialista y por lo mismo direccionador de los valores prácticos y contemplativos sintetizados en sus paradigmas de belleza en la vida y en el arte, es reemplazada por la legitimación de las diferentes sociedades, que ven en la obra musical representada su realidad estética, su pluralidad vivencial.

Recorriendo todo el siglo XX es posible escuchar la muy rica diversidad de creaciones musicales, de las que apreciar o despreciar más su calidad técnica en relación con sus virtudes expresivas, -es decir, qué pretende el artista expresar y cómo lo expresa a través de un medio más o menos dúctil para él- que su alienación a un conjunto de normas de origen aristocrático, burgués, clerical, etc.

Significa lo anterior que obras como “Le sacre du Printemps” (La consagración de la primavera) de Igor Strawinski, el “Pierrot lunaire” de Arnold Schoenberg o “A kekszakállú herceg vára” (El castillo de Barbazul) de Bela Bartók representan intereses de clase de algún tipo, pero ya no obligadamente predispuestos por oficialismos reaccionarios más sí, en función de las propias condiciones históricas y sociales peculiares a estos creadores, es decir, el agotamiento y por lo mismo el cuestionamiento moral y espiritual vitalizador de categorías estéticas que cobran vigencia en medio de una suerte de desgaste del uso tradicional del lenguaje musical, haciendo coyuntura hacia 1914, subsiste un grado mayor de autonomía fundamentada sobre la consigna libertaria de la música, consigna  atada a su necesidad de comunicar de manera más esencial y menos formal, concediendo el arbitraje de la legitimidad intra- artística a la primera como mediador y fin de lo que se piense comunicativo, expresivo o representativo en y de la obra musical, aun cuando el propio resultado sonoro resulte una pedancia- como expresa Arnold Hauser en su Historia social de la literatura y el Arte sobre el discurso Dadá, subrealista, expresionista, en tanto esta esencialidad es conductora de un aparente “errático código” incomprensible y difícil de asimilar.

 Ya el siglo anterior en obras de gran factura como los últimos dramas wagnerianos, La sonata en Si menor de Franz Liszt o “Also Sprache Zaratustre” (Así habló Zaratrusta) de Richard Strauss había perseguido tal esencialidad, sin embargo el dominio del concepto de forma siempre fue de tipo normativo- apolíneo, en contraposición al contemporáneo de naturaleza formalista o esencialista-dionisiaco, observado desde el punto de vista ontológico u originario y otorgándole la categoría de originariedad a la esencia en que pretende centrar su devenir el discurso musical en el siglo XX.

Es en este sentido que Strawinsky, Schoenberg y Bartók representan para la música del siglo XX la simiente fresca de una nueva época, que se renueva a sí misma con inapreciable celeridad. Estos tres compositores renovaron el discurso musical que se ha tornado, en las sucesivas décadas, mas transgresivo, cuyo ethos es menos codificable y cuyo pathos busca ser emancipado- como expresaría el propio Schoenberg- para representar la peculiaridad de la existencia en nuestra contemporaneidad. 

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