Ciencia y tecnología La visión científica del mundo

Tomado del Malpensante

Por Alan Sokal

Karim Ganem Maloof. En tiempos de opiniones que se imponen como si fueran argumentos y ante un panorama que disfraza las mentiras de “posverdad”, la visión científica sufre los embates del cinismo político. Al calor de nuevas hogueras, este ensayo –un llamado a la sensatez– invita a recuperar la observación, el rigor y la evidencia como defensas ante el dogmatismo.

Me propongo compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la naturaleza de la indagación científica y su importancia para los asuntos públicos. Superficialmente, podría decirse que me referiré a ciertos aspectos de la relación entre ciencia y sociedad; pero, como espero que quede claro, mi objetivo no es discutir la importancia de la ciencia en sí, sino de lo que uno podría llamar una cosmovisión científica –concepto que va más allá de las disciplinas específicas que usualmente se conocen como “ciencia”– con relación a la toma de decisiones colectivas para la humanidad.

Lo que defiendo es que una forma clara de pensar, combinada con el respeto por la evidencia –especialmente por aquella indeseada e inconveniente que desafía nuestras preconcepciones–, es de una importancia fundamental para la supervivencia humana en el siglo XXI, sobre todo en un sistema de gobierno que declare ser una democracia.

 Por supuesto, podría pensarse que hacer llamados al buen juicio y al respeto por la evidencia es un poco como abogar por la maternidad y el pie de manzana –y en cierto sentido tendrían razón–. Difícilmente alguien respaldaría de forma abierta la insensatez o el irrespeto por la evidencia. Más bien, lo que las personas hacen es rodear estas prácticas en una neblina de verborrea generada para esconder de los otros –y de sí mismos, en la mayoría de casos– las verdaderas implicaciones de su modo de pensar. George Orwell tenía razón cuando advirtió que la mayor ventaja de hablar y escribir claro es que “al decir algo estúpido, su estupidez será obvia incluso para ti”. Espero poder ser tan claro como Orwell deseaba.

© Ilustración Ana Yael

Comenzaré, tal vez de forma algo pedante, haciendo algunas distinciones importantes. La palabra “ciencia” tiene al menos cuatro significados: denota una tarea intelectual dirigida al entendimiento racional del mundo natural y social; denota también un corpus actualmente aceptado de conocimiento sustantivo; delimita la comunidad de científicos, sus costumbres y estructura económica; y, finalmente, se refiere a la ciencia aplicada y a la tecnología.

En este ensayo me concentraré en los primeros dos aspectos, con algunas referencias al tercero, dejando de lado la tecnología. Así, con “ciencia” me refiero, en primer lugar, a una perspectiva que privilegia razón y observación, y a una metodología cuyo objetivo es la adquisición de un conocimiento riguroso sobre el mundo natural y social.

Esta metodología se caracteriza, sobre todo, por su espíritu crítico; es decir, por comprometerse a un incesante análisis de sus afirmaciones a través de la observación y/o experimentación –entre más estrictas, mejor– y a descartar aquellas que no pasen la prueba.

El falibilismo es el corolario de un espíritu crítico: comprender que todo conocimiento empírico es tentativo y está abierto a revisión a la luz de nuevas evidencias o nuevos argumentos convincentes (aunque sea poco probable, claro está, que los aspectos más sólidos del conocimiento científico sean descartados por completo).

Es importante aclarar que las teorías bien comprobadas en las ciencias maduras se apoyan en una poderosa red de evidencia proveniente de diversas fuentes. Además, el progreso de la ciencia tiende a vincular estas teorías en un marco unificado, de manera que, por ejemplo, la biología debe ser compatible con la química, y esta con la física.

La filósofa Susan Haack ha hecho una analogía brillante al comparar la ciencia con un crucigrama en el que la modificación de una palabra implica cambios en las palabras interconectadas. En la mayoría de casos, los cambios son bastante localizados, pero a veces será necesario revisar grandes fragmentos del rompecabezas.

Al calor de nuevas hogueras, este ensayo –un llamado a la sensatez– invita a recuperar la observación, el rigor y la evidencia como defensas ante el dogmatismo.

Quiero subrayar que mi uso del término “ciencia” no se limita a las ciencias naturales; este incluye toda investigación tendiente a adquirir conocimientos fiables sobre cuestiones fácticas, usando métodos empíricos y racionales análogos a los de las ciencias naturales. (Por favor nótese la limitación a los hechos. Intencionalmente excluyo de este ámbito cuestiones éticas, estéticas, de finalidad última y demás.) Por ello, la “ciencia” (en mi uso del término) es practicada de forma rutinaria no solo por físicos y químicos sino por historiadores, detectives, plomeros y de hecho cualquier ser humano en uno u otro aspecto de su vida diaria. (Lo que no quiere decir que todos la practiquemos igual de bien.)

El extraordinario éxito de las ciencias naturales en la comprensión del mundo en los últimos cuatrocientos años, de los quarks a los quásares y todo lo que hay en medio, es del conocimiento de cualquier ciudadano moderno: la ciencia es un método falible pero enormemente exitoso para obtener conocimiento objetivo (si bien aproximado e incompleto) sobre el mundo natural y, en menor escala, el social.

Pero, sorprendentemente, no todos aceptan esto; y aquí llegamos a mi primer –y más ligero– ejemplo de los adversarios de la perspectiva científica, a saber, los académicos posmodernistas y los constructivistas sociales extremos. Tales personas insisten en que el así llamado conocimiento científico no constituye de hecho un conocimiento objetivo de una realidad externa a nosotros mismos, sino que es una mera construcción social, a la par de la mitología y la religión, las cuales tendrían por ello la misma pretensión de validez.

Lo que defiendo es que una forma clara de pensar, combinada con el respeto por la evidencia –especialmente por aquella indeseada e inconveniente que desafía nuestras preconcepciones–, es de una importancia fundamental para la supervivencia humana en el siglo XXI, sobre todo en un sistema de gobierno que declare ser una democracia.

Si tal punto de vista parece tan inverosímil que se preguntan si estoy exagerando un poco, consideremos las siguientes afirmaciones de sociólogos prominentes:

“La validez de las proposiciones teoréticas en las ciencias no se ve afectada de ninguna forma por la evidencia fáctica”. (Kenneth Gergen)“El mundo natural tiene un rol pequeño o inexistente en la construcción del conocimiento científico”. (Harry Collins). “Para los relativistas (como nosotros) no tiene sentido la idea según la cual algunos estándares o creencias son en verdad racionales, en lugar de simplemente aceptados como tales”. (Barry Barnes y David Bloor)

“Dado que la solución de una controversia es la causa de la representación de la naturaleza y no su consecuencia, nunca podremos usar el resultado –la naturaleza– para explicar cómo y por qué la controversia fue solucionada”. (Bruno Latour) “La ciencia se legitima a sí misma vinculando sus descubrimientos al poder, vínculo que determina (no solo influencia) lo que cuenta como conocimiento fiable”. (Stanley Aronowitz)

 

 

Be the first to comment

Leave a Reply