La educación asamblearia

Tomado: EL ESPECTADOR

Juan David Zuloaga D.
Me manda un amigo la noticia de que un profesor de química orgánica de la Universidad de Nueva York fue expulsado hace unas semanas de su trabajo. El profesor se llama Maitland Jones y es una eminencia en su materia: su manual de química orgánica, de 1.300 páginas, va en su quinta edición. El profesor Jones ha impartido su cátedra durante décadas en las prestigiosas universidades de Princeton y de Nueva York. Hasta hace poco. Porque 82 de los 350 estudiantes que componían su curso en la Universidad de Nueva York firmaron una carta quejándose de la complejidad de los temas del curso y de las bajas calificaciones que obtenían.
Sí. La queja no fue porque el profesor no dictara sus clases ni porque fuese impuntual ni porque dejara los exámenes sin corregir o porque faltara al respeto a los alumnos. No, la queja de los estudiantes en cuestión (vamos a llamarlos estudiantes en aras de la brevedad) era porque el profesor hacía el trabajo para el que había sido contratado, y lo hacía bien.
Desde hace casi 20 años soy profesor universitario y es lamentable ver la manera en que en un período tan breve ha cambiado de modo tan drástico –tan radical, me atrevería a decir– la institución universitaria en Colombia y en el mundo. Hemos llegado a un punto en el que los alumnos se creen o se sienten autorizados para definir el temario de la asignatura, para proponer (y a veces imponer) la metodología del curso, para vetar autores, para, en una palabra, dictarle al profesor lo que él debe dictar. Todo, por supuesto, al compás del menor esfuerzo, al ritmo de la lógica de lo trivial y de lo deleznable, y no pocas veces al vaivén de lo fútil y prescindible. Dando como resultado una que pudiéramos llamar educación asamblearia, en donde se reúnen en corro estudiantes y profesor a determinar lo que debe enseñarse y lo que no. Porque ha llegado el día en el que valen tanto la sapiencia y la erudición del maestro como la nesciencia de los aprendices. Ha llegado el día en el que los alumnos no quieren un profesor sino un recreacionista.
He hecho notar en ocasiones que una de las señas de identidad del Barroco es la inversión de las jerarquías. Ésta es una de las más brutales, y no encuentro mejor adjetivo. Un caso emblemático de todo este proceso, pero en modo alguno excepcional, lo encontramos en la pretensión que hace unas semanas tuvo un estudiante de maestría de la Universidad del Rosario de demandar a la institución porque había obtenido una calificación muy baja en un trabajo presentado. Luego se conoció el trabajo y se supo entonces que la nota obtenida era muy superior a la merecida.

De esta disolución de la institución universitaria hablo con conocimiento de causa, no sólo porque soy profesor, sino porque a mí me han hecho la jugada de la carta varias veces. Y de varias facultades de prestigiosas universidades bogotanas he tenido que salir porque no les ha gustado, ni a los directivos ni a los alumnos, mi nivel de exigencia. La última vez que los estudiantes mandaron cartica –unos estudiantes de maestría, huelga decir– tuve la fortuna de que el programa académico para el que trabajaba y trabajo está en manos de un profesor de esos de antaño que entiende aún el valor de la formación y que no se ha dejado convencer ni rendir por las dudosas virtudes de la educación asamblearia.

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