Marie Anne Pierrette Paulze*. Matrimonio. Segunda parte.

Por: Eduardo Pardo Ávila – Geólogo U.N. 


¡Hay que casar a Marie Anne!

Imagen tomada de: omicrono.elespanol.com

En casa de los Paulze se desarrollaba una frecuente actividad social, consecuencia de los compromisos laborales de Jacques. A menudo ésta derivaba en almuerzos de negocios y la presencia de socios y colegas en el comedor familiar. En tales ocasiones afloraban coloquios que versaban sobre fletes, cambios de moneda, documentos, itinerarios navales, y política, sin faltar, por supuesto, los rumores que escapaban de los corredores de Versalles y las Tullerías. Estas conversaciones se extendían a menudo más allá del postre y se trasladaban ininterrumpidas por los corredores de la casa hacia el despacho de Jacques, la salita de estar e incluso los jardines.

Un convidado casual de aquellas reuniones fue Gabriel François, Conde de Amerval, hermano de la Baronesa de La Garde; hombre con fama de libertino y socio de La Ferme Générale, quien habiendo manejado torpemente sus finanzas veía avecinarse un negro futuro a sus cincuenta años de edad. Gabriel François contemplaba ansioso la posibilidad de concertar un matrimonio que le restituyera su estabilidad financiera, fincando esperanzas en candidatas de su entorno entre las que estaba incluida Marie Anne, heredera de una importante dote que la convertía en objetivo común de caza-fortunas, y por quien el Conde rogaba a su hermana interceder ante el Abad Terray, tío político de Jacques. Los matrimonios burgueses en el siglo XVIII eran acuerdos de índole económica; quedando el resto de aspectos, por supuesto el romántico también, relegados a segundos planos.

La Baronesa de La Garde, haciendo caso a las súplicas de su hermano envió una esquela al Abad solicitando le concediera una tarde para hacerle cierta consulta. Ellos habían tejido una sólida e íntima amistad durante décadas y aquel respondió con celeridad convidándola a comer panecillos con té en sus jardines. La Baronesa asistió puntual y cumpliendo el mínimo protocolo pasó sin rodeos, tal la urgencia que allí le llevaba, a exponer de forma general al Abad las circunstancias que apremiaban a su hermano, concluyendo: “Si su condición no mejora, lo único que le quedará al pobre será su título nobiliario. Una salida decorosa es dar con una prometida cuya dote le saque satisfactoriamente a flote”. Y agregó sin parpadear: “La candidata que hemos considerado es la hija de Jacques, tu sobrino político, dadas las condiciones económicas de ella y el ascendente que tienes sobre él como pariente y jefe…” Terray, escuchó atento. Abordar a su sobrino político no le acarreaba ningún temor, buena parte del bienestar que éste disfrutaba lo debía a la gestión y a las estrechas relaciones que el Abad había tejido con la élite francesa.

Sin ofrecer resistencia fue solícito a la demanda de su querida amiga, prometiéndole poner todo de su parte para brindar sosiego a su pecho. Tomando entre las suyas las blancas manos de la baronesa le prometió inmediatamente tomar cartas en aquel asunto.

Apenas comenzado el nuevo día Terray envió un recado a Jacques, citándole a la mayor brevedad. Este, por hábito, no tardó en acudir anunciándose en su despacho poco antes de terminada la mañana. El ujier, instruido del interés que aquella cita tenía para el Abad, recibió dilegente al visitante y tocó levemente la puerta de la oficina con los nudillos. De dentro se escuchó a alguien farfullar algo que fue interpretado como una autorización a seguir, el dependiente abrió las dos hojas de par en par e invitó a Jacques a seguir.

Terray, sin retirar la vista de la pila de documentos que consultaba ni abandonar la silla en que estaba entronizado alzó la mano derecha indicando a su sobrino político que tomara asiento en cualquiera de las sillas que estaban frente al escritorio. Jacques saludó sin recibir respuesta, tomo asiento y guardó silencio. El abad se adueñó de un par de minutos más; postura acostumbrada para dejarle claro desde un principio a quien estaba del otro lado del escritorio, los alcances de su autoridad.

Retirándose los espejuelos con gesto de agotamiento levantó la vista del mamotreto y tardíamente devolvió el saludo a Jacques. “Perdona la espera; siempre hay gestiones a las que no se les puede conceder el más mínimo descuido.” Fingiendo pescar un detalle importante en el documento a la vez que cerraba definitivamente el legajo abordó a su pariente: “el asunto por el que te he citado es muy sencillo. Algo que me ha estado rondando la cabeza hace meses y juzgo no traerá más que beneficios a la familia.” Y remató a quemarropa: “Se trata de concertar el matrimonio del Conde de Amerval con Marie Anne, lo cual favorecería a tu joven hija con la dignidad de Condesa, considerando que se carece de títulos nobiliarios en la familia.” 

Jacques sintió un pesado yunque caer sobre sus hombros; el corazón se le aceleró bombeando incontrolado por cada vena de su cuerpo; el aire de la habitación le resultó insuficiente temiendo ahogarse ahí mismo. Conocía el fuerte temperamento de su tío político y la negligencia que le caracterizaba. Sabía de qué era capaz y de que no dudaría en utilizar su posición en la Compañía para presionarle. Sin embargo había que actuar con cordura; una reacción primaria no servía de momento, debía controlarse, sobreponerse, recobrar la serenidad que le acompañaba minutos antes de entrar al despacho. Finalmente respondió con aparente calma, fijando la mirada en el impertérrito rostro del Abad: “para mí no es un asunto sencillo y no puedo darte una respuesta ahora, necesito unos días para meditarlo”.  

La respuesta no satisfizo a Terray y decidió apretar un poco más las clavijas: “No pienses sólo en ti Jacques, piensa en la familia, el Conde de Amerval tiene un título nobiliario, es prestante en la sociedad parisina, socio en La Ferme Générale y hermano de la Baronesa de la Garde, quien estaría sumamente complacida de emparentar con la familia”. Para apuntalar agregó: “Recuerda cuánto te debes a mí, no seas desagradecido, el desagradecimiento es algo que no tolero y en eso no hago excepciones, piénsalo bien”. 

Jacques escuchó cada palabra como discurso manido, apretó las mandíbulas para no estallar esperando simplemente a que terminara. Terray calló; Jacques mantuvo su postura, antes de retirarse replicó lacónicamente: “lo pensaré”. 

En el trayecto de vuelta a casa Jacques miró como autómata el paisaje pareciéndole una imagen fantasmagórica. Detenido el coche frente al portal de la casa, se apeó, cruzó la puerta y tomó hacia el despacho sin reparar en sus criados, Germain que la abrió la puerta, y Honoré que le recibió el sombrero y le liberó del abrigo. Como un castor que se oculta en su guarida cruzó el umbral y cerró la puerta del estudio a la espera de que nadie le importunara; sirvió un escocés que apuró de un solo trago sintiendo fluir su torrente sanguíneo, atascado desde la entrevista de la tarde. Recorrió el estudio horas enteras como león enjaulado; una fina lluvia mojaba los tejados y las calles de París y tamborileaba en los cristales de la habitación a manera de triste sonata, acompasando su melancolía. Jacques terminó derribado en el diván, poseído por un profundo sueño que le absolvió hasta el amanecer.

Marie Anne Paulze Foto: Wikipedia

Durante el desayuno, familia y criados advirtieron el semblante ausente de Jacques. Todos en acuerdo tácito guardaron silencio a la espera de que reaccionara. En primer plano se escuchaba el trajín en la cocina, el tintineo de los cubiertos y el irregular respirar de los convidados. Súbitamente Jacques dejó escapar un profundo suspiro y, como acusado resuelto a confesar, soltó la carga directamente sobre la mesa. La escena quedó congelada y muda: los hijos empuñaban los cubiertos mirando alternativamente al desencajado padre y a Marie Anne, que palideció como si acabase de escuchar su sentencia a la guillotina. Siguieron segundos de silencio sepulcral que Marie Anne rompió abruptamente: “¡El Abad es un desconsiderado y el Conde es un estúpido y un rústico insensible!”.

Dejando aflorar su carácter infantil agregó: “¡y un ogro!”. La tensión se alivió con la protesta, pero un manto de desazón e incertidumbre se había esparcido sobre la familia.

Jacques había disfrutado hasta entonces de una vida sin sobresaltos, gracias a las coordenadas en que nació y al inteligente manejo de sus negocios. Sin embargo, su benefactor aparecía ahora con la abominable proposición de casar a su querida hija con un tipo que por su edad podría ser el abuelo de la niña; alterando de manera nefasta el bienestar del hogar. Por desgracia esa era la situación.

La única defensa que tenía Jacques después del desayuno era la declaración de Marie Anne, que aunque en apariencia débil, era más válida que la imposición del Abad, al punto que fue la que esgrimió en su inmediata entrevista: “Por nada del mundo, pase lo que pase, permitiré que mi hija se case con alguien a quien aborrece.” Terray, acodado en el escritorio con las manos entrelazadas bajo la barbilla escuchó impaciente e inconmovible; clavó sobre Jacques la mirada y respondió: “No comparto tu opinión. No mides las consecuencias de tu actitud. Igual la situación no cambia, el Conde dejó aquí su petición de mano para que te la entregue” y alargándole la nota agregó: “En adelante entiéndete directamente con él”. Jacques recibió la misiva y respondió con firmeza: “entonces me entenderé directamente con él”.

A la noche Jacques no esperó hasta la cena, reunió a sus hijos en la salita de estar y les contó de lo ocurrido. Debían ahora contestar al Conde rechazando su petición y, de otro lado, como no cederían las peticiones de mano por parte de Gabriel François ni de otros pretendientes que de cotidiano lo intentaban, Jacques pidió autorización a su hija para buscar por cuenta propia y con mucho tacto un pretendiente, dejando la aprobación o el rechazo de éste en manos de ella exclusivamente.

Satisfecha de quitarse de encima al Conde, Marie Anne dejó escapar un recóndito suspiro, miró a su padre y como si de una frase que a la posteridad fuera a pasar dijo: “si casarme con alguien a quien no aborrezca devuelve la tranquilidad a la familia no veo por qué no hacerlo”. La familia en pleno asintió silenciosa; Jacques se inclinó hacia su hija extendiendo los brazos, Marie Anne corrió hacia él y se estrecharon en un abrazo tan fuerte que rozaron los límites del ahogamiento.

Después de la cena, Jacques fue al despacho a redactar la respuesta declinando diplomáticamente la proposición matrimonial. A la mañana siguiente, sin importar las consecuencias, la envió por el mismo conducto por el que recibió la propuesta: el Abad Terray. Éste, indiferente la colocó sobre el escritorio al lado de otros documentos que examinaba, sin dirigirle mirada ni palabra alguna.

Jacques, satisfecho de tomar las riendas del asunto no cejó en las tareas y prosiguió a la búsqueda del aspirante. Este debía cumplir ineludibles requisitos, iba a ser el esposo de su hija y no se podía actuar a la ligera. El candidato debía ser un joven culto, de noble familia, buena condición económica y cierto encanto personal. Con la brújula orientada en esta dirección examinó durante semanas entre su círculo de allegados el reducido ramillete que cubría el perfil.

El favorecido resultó ser el noble Antoine Lavoisier, joven parisino de veintiocho años, socio de la La Ferme Générale y miembro de pudiente familia, quien habiéndose recibido dos años atrás en Leyes se interesaba además por la Filosofía Natural, específicamente en los campos de la química y la geología. En lo concerniente al encanto personal quedaba en deuda, pero en opinión de Jacques este aspecto estaría compensado con las buenas maneras en él observadas. Antoine frecuentaba de antes la casa de los Paulze y había departido tardes enteras con Marie Anne mostrándose atento y delicado con ella; su conversación era la de un aristócrata en todo el sentido de la palabra. Puesto a consideración de Marie Anne ella no tuvo objeciones esenciales hacia el candidato.

En La Ferme Générale Jacques y Antoine coincidían con frecuencia en juntas de socios, recepciones y eventos que organizaba la Compañía. Invitados al banquete inaugural del Salón de París que bienalmente exhibía trabajos de pintura y escultura de artistas franceses; Jacques halló la oportunidad de abordar a Antoine al calor de un champagne. Dejando de lado las apreciaciones estéticas y las cotizaciones de la muestra que allí les había llevado, Jacques consiguió encausar la conversación al asunto de su interés, describiéndole las circunstancias más relevantes: el acoso de los pretendientes, la presión del Abad Terray, la diferencia de edad entre el Conde y Marie Anne; y particularmente, el rechazo que ella experimentaba hacia él. Antoine escuchaba con vivo interés, pero divagó momentáneamente trayendo a su memoria la imagen de Marie Anne, confesándose que ella no le era para nada indiferente. Jacques continuó su exposición, Antoine asentía constantemente manteniendo en alto la copa sin decidirse a probarla, comprendiendo a donde quería llegar Paulze.

La idea de haber sido escogido para desposar a Marie Anne anidó súbitamente en su pecho y fue tomando forma y fuerza paulatinamente; “como cuando las partículas de una sustancia se ordenan poco a poco para dar origen a un hermoso cristal”, pensó. Llevando, ahora sí, la copa a sus labios sintió las burbujas del champagne jugueteándole en la punta de la nariz, como si una fiesta se anunciara allí. Seguro de la frase que seguía, dejó que Jacques finalizara su exposición: “estamos buscando un pretendiente para ella y hemos pensado en usted”.

Antoine escanció la copa ocultando su emoción; esbozó una sonrisa y acompañándola de una pequeña venia agradeció la deferencia que Jacques acaba de tener para con él. La propuesta, nada despreciable, consolidaría su posición social y económica; de otro lado Marie Anne era una muchacha bonita e inteligente. Ajustado al protocolo no adelantó respuesta alguna asegurando a Jacques que lo consideraría. Éste tampoco esperaba una respuesta; sabía que la oferta era tentadora; sólo restaba esperar.

Dos semanas pasaron entre la conversación en el Salón de París y el recibo de una nota de Antoine en casa de los Paulze. Lavoisier aceptaba formalmente la propuesta y ofrecía su total disposición para concertar un encuentro y precisar las condiciones del compromiso. Jacques respondió a la nota con otra en la que le invitaba a una cena familiar el viernes inmediatamente siguiente a las nueve de la tarde.

Antoine acudió puntual, Germain abrió la puerta, le recibió la casaca y los guantes y le pidió que esperara en la salita de estar. Sentado allí palpó los bolsillos del chaleco para verificar que llevaba el pequeño paquete con los pendientes que obsequiaría a Marie Anne. Los sentimientos que abrigaba eran confusos, por un lado sentía que estaba asistiendo a una reunión de negocios, de otro que se hallaba allí para pedir formalmente en matrimonio a Marie Anne y finalmente que hacía parte de una conspiración contra el Conde de Amerval, opción que no contemplaba seriamente desde ningún ángulo, aunque fuera ésta a pesar de todo el verdadero origen de todo aquello.

La espera en la salita tomó un lapso que Antoine ocupó meditando cómo aquel entorno ajeno en ese momento para él tomaría luego otro carácter; cómo sería, por ejemplo pedir a Margareth servir el té en el jardín para tomarlo con Marie Anne; cómo cambiarían sus rutinas en la condición de esposo. Divagaba en estas frivolidades cuando un rumor de pasos que se acercaba por el corredor le devolvió al presente. Bajo el dintel apareció Jacques rodeado de sus cinco hijos, Marie Anne vestía un traje azul turquesa con peto y mangas de encaje negro; un diminuto sombrero, también azul turquesa, tocado con plumas, y boticas negras con caña al tobillo; todo en su conjunto hacía resaltar el rostro y las manos de Marie Anne que parecían tallados en mármol de Carrara; Antoine la encontró preciosa, se recriminó no haberlo notado en las visitas anteriores.

El grupo avanzó; Antoine hizo lo propio y se encontraron en el centro de la salita; Jacques buscando imprimir un matiz de familiaridad rompió el hielo saludando a Antoine, los hermanos de Marie imitaron el saludo de su padre improvisando un desarticulado coro; Antoine respondió inclinándose con amabilidad y extendiendo la mano hacia la de Marie Anne; al contacto dijo con delicadeza: “Está usted hermosa, me siento honrado de ser invitado a su casa”. Marie Anne respondió a la galantería con una sonrisa. Hubo un corto silencio, Antoine acordándose súbitamente del obsequio metió la mano en el bolsillo y entregó el paquetito a Marie Anne: “espero que sean de su agrado”. Jacques acentuando su primera intención propuso seguir al comedor.

Los esposos Lavoisier foto: Wikipedia

La cena se extendió hasta la media noche; los hermanos de Marie Anne se encargaron de propiciar la atmósfera que Jacques deseaba; los pretendientes se observaron y escucharon atentos a lo largo de toda la velada. Ella, gozando de cierta prematura madurez que le confería su temprana orfandad, el distanciamiento de los suyos durante la permanencia en el convento y los roles que había asumido en la familia desde su regreso a Paris, sorteó con sensatez el encuentro, lo cual sorprendió a Antoine que veía en ella todavía a una niña.

Esta ventaja en su personalidad permitió a la novia, en este y en sus posteriores encuentros, discernir con sabiduría la naturaleza y el carácter de Antoine, evaluación que de sobra fue favorable a éste: intelectualmente inquieto, hábil en los negocios, desenvuelto en las esferas sociales; además de paciente, amable, respetuoso y comprensivo.

Jacques sugirió no tocar lo pertinente a los aspectos financieros durante la cena. En su lugar acordaron una fecha para citar a los abogados de las partes y definir los términos del compromiso. El encuentro lo destinaron a conocerse mejor, comer, disfrutar de la conversación y bromear un tanto; el interés fue generar lazos entre Antoine y Marie Anne. Para ninguno de los dos era fácil de buenas a primeras imaginarse llevando vida conyugal, sin embargo desde aquella cena y en los no pocos encuentros previos a la boda se evidenció entre ellos una empatía que permitía pronosticar un prolongado y amable futuro.

En adelante las visitas se hicieron habituales; en ellas Antoine contó a Marie Anne cómo eligió sus derroteros. Pocas semanas después de la memorable cena le confesó: “mi paso por la Escuela de Leyes lo hice estrictamente para complacer a mi padre, la licencia que recibí para litigar nunca la he utilizado”. Ella quedó aterrada, quiso reconvenirlo, mas él, sin otorgarle tiempo continuó: “por el contrario, en el Colegio Mazarino, como discípulo de Nicolás Louis de Lacaille, asistí a una de sus conferencias sobre Meteorología y me interesé tanto en las Ciencias Naturales que desde entonces no he dejado de meter las narices en ellas”.

Durante apacibles tardes en casa de los Paulze, Antoine familiarizó a su prometida con los universos de su interés; citando los pormenores que le llevaron a incursionar en cada uno de ellos, acercándola como él lo hizo en su momento, a secretos de la naturaleza que a su parecer no estaban lejos de ser expuestos a la luz. El tiempo que restaba hasta el día de la boda fue suficiente para atizar la curiosidad de Marie Anne a tal punto que la conversación sobre estos temas se volvió imprescindible entre ellos.

En vísperas al encuentro de los abogados, Antoine y Jacques acordaron las condiciones del contrato: Paulze aportaría una dote de 80.000 libras; de las que entregaría 21.000 a la firma del documento y se comprometía a cubrir el saldo en el curso de los siguientes seis años. El aporte de Lavoisier fue mayor: 170.000 libras que habían sido destinados de manera póstuma por su madre como regalo de bodas y 250.000 libras que recibió de manos de su padre como anticipo de su herencia.

La boda se celebró en París el sábado 16 de noviembre de 1771, asistiendo lo más selecto de la sociedad francesa. No obstante la irrevocable decisión de no ceder a las exigencias de Terray, el Abad dejó de lado la humillación concurriendo a los esponsales y obsequiando a los novios con un generoso regalo de bodas. La pareja se instaló en la vivienda de Antoine en París.

 

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