Ruben Dario (Segunda parte)

Por: Silvio Avendaño*

Salvar los fundamentos de la ontología tradicional escolástica frente a la dialéctica trascendental, en la Crítica de la razón pura, escrita por Kant. Además, el ejército y la iglesia desterraron la especulación. No obstante, el sentimiento pagano creció y la religión perdió valor ante la “racionalización” en la vida cotidiana. Martí apuntó en el prólogo al poema Al Niagara de Juan Antonio Pérez Bonalde: “Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben.

 No hay pintor que acierte a colorear con la novedad y transparencia de otros tiempos la aureola luminosa de las vírgenes, ni cantor religioso o predicador que ponga unción y voz segura en sus estrofas y anatemas.

Todos son soldados del ejército en marcha.  A todos besó la misma maga. En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las entrañas, en su rincón más callado están airadas hambrientas la Intranquilidad, la Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión secreta. Un inmenso hombre pálido, de rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca, vestido de negro anda con pasos graves, sin reposar ni dormir, por toda la tierra -y se ha sentado en todos los hogares, y ha puesto su mano trémula en todas las cabeceras”. Rubén Darío crece en la religión de las exterioridades, en la religión de santos buenos mozos y judíos feos, en el sonoro sonido de campanas, como se puede ver en el poema La dulzura del ángelus: 

                 La dulzura del ángelus matinal y divino

que dibujan ingenuas campanas provinciales

en un aire inocente a fuerza de trigales

de plegaria, de ensueño de virgen y de trino

de ruiseñor, opuesto todo al raudo destino

que no cree en Dios… el oscuro ovillo vespertino

que la tarde devana tras opacos cristales

por tejer la inconsútil tela de nuestros males

todo hecho de carne y aromados en vino…

Y esta atroz amargura de no gustar de nada,

de no saber a dónde dirigir nuestra proa,

mientras el pobre esquife en la noche cerrada

va en las hostiles olas huérfano de la aurora

(¡Oh suaves campanas entre la madrugada!)

La religión como ligazón entre lo finito del hombre y la divinidad es vivencia. La religión sustentada en el sentimiento, la dulzura del ángelus, comienzo del mundo, pensamiento musical, inocencia de plegaria, ensueño de virgen y trino de ruiseñor es intuición que emerge en la interioridad. Sin embargo, esa vivencia, ese religare se destruye ante lo real.

“Opuesto todo al raudo destino que no cree en Dios… ”

Hay escisión. Esta consiste en que la imagen de sacralización del mundo se desmorona. Hay un resquebrajamiento de la divinidad por el raudo destino. La unidad, la armonía, el estado de quietud de la religión se hace pedazos ante el destino. El resplandor religioso, que se manifiesta en costumbres, oraciones, plegarias tropieza con una realidad sin fe en la eternidad.

La vivencia que constituye la comprensión profunda de sentido en la vida del hombre, se hace añicos.  Se siente la dislocación que diluye el sentimiento de plenitud. El desgarramiento se manifiesta cuando el manto religioso se opone al mundo contradictorio, que desde lo áspero hace que se pierda la vivencia inicial. La escisión entre el pensamiento musical religioso y el acontecer. Se desvanece la atmósfera religiosa, se fragmenta la unidad con lo divino. Lo religioso es arrollado por la experiencia prosaica. Lo raudo del destino se desenvuelve en oscuro ovillo, en el que la religión no es la fuerza configuradora. Al paso del día se diluye la evocación de un orden luminoso. La tarde tiene otro horizonte:

Foto tomada internet

El oscuro ovillo vespertino que la tarde dibuja tras opacos cristales”

 El sueño del alba blanca y rosada se ha esfumado. En lugar de la unidad configuradora de la religión la percepción del espíritu palpa la opacidad.  Y es una realidad traslúcida en la que la interioridad es un amasijo de percepciones y sensaciones, de quien está perdido. El entramado del acontecer, en el fatum apabullante conlleva la experiencia vital de:

                                       “por tejer la inconsútil tela de nuestros males”

La sucesión de impresiones configuran las vivencias. Las vivencias tejen la tela de la existencia. Sólo que ese entramado no es el ovillo de hebras transparentes y diáfanas que haga posible la plenitud del espíritu. Se dibuja en la sensibilidad y conciencia; nuestros males. A diferencia de la religión que contiene lo virginal y la armonía, a lo largo del día, la trama es la pesadez de los males.

                                       “todos hechos de carne y aromados de vino”

El ser: pasión, corporeidad, carnalidad, deseo, lleva la sensibilidad al exceso, a la falta. La Epifanía como unidad y sentidos se corroe, y en su lugar queda la experiencia vital de abatimiento “por la musa de carne y hueso” y la apetencia “aromada de vinos”.

Y ante el sueño virginal desolado, se presenta la amargura. El sueño matutino se diluye y la aspiración vital queda desmentida.

                            “Y esta atroz amargura de no gustar de nada”

El raudo destino engendra el desgarramiento ante el desvanecimiento del resplandor de la imagen musical religiosa.  La escisión ante la pérdida de sentido se presenta como desorientación, pues se perdió el ideal que daba camino a la existencia. La escisión encierra un abismo ante la unidad perdida y el fatal embrollo por la confusión. Por eso el extravío de:

                                    “no saber a dónde dirigir nuestra proa”

El sentido religioso se disuelve. No es posible la profunda unidad de la sensibilidad religiosa. Se diluye la armonía. Y al encontrarse desarraigado, igual que el esquife en la noche obscura y de tormenta, no encuentra la estética de la configuración. Por eso va a la deriva.

                                       “mientras el esquife en la noche cerrada

                                        va en las hostiles olas huérfano de la aurora”

 

El acaecer del día discurrió por el raudo destino, por la fuerza de la sensibilidad que arrastra. Los hilos de la existencia no tejen un entramado que vislumbre el espíritu del religare sino el desarraigo. Y, esto trae la amargura por el abismo entre el ideal del ensueño y lo real. Perdido, en medio de la incertidumbre con los sueños rotos, con el alma en ascuas, con la fe perdida. Soledad. En la opacidad hay orfandad. Y al contemplar la distancia de lo perdido, en la incertidumbre, en la noche, nace la esperanza de volver a aquel mundo luminoso. Y en un delirio se dibuja la expectativa del destierro.

“(¡Oh dulces campanas entre la madrugada!)” 

 

  1. El conflicto en el horizonte secularizado

El mundo deslumbrante descuella en la poesía de Rubén Darío. El ensueño se encuentra en sus versos. La armonía se expresa en el juego musical. No obstante, más allá de la sonoridad, de la melodía, se descubre la intimidad. Cuando se examina lo que subyace a aquel friso, se palpa que tras la belleza está la agonía, tras la sonoridad del verso, el ritmo de las palabras, se halla la sensibilidad de un hombre atormentado. En el mundo de Rubén Darío se ha dado un giro: la existencia no gira alrededor de la divinidad sino que se encuentra consigo mismo.

 Quien se acerca a la obra de Rubén Darío en busca de una concepción edificante de la existencia, llegará a sentirse decepcionado. Quizá por ello mismo descubrirá que aquel bello y dulce canto tiende a disiparse en la hondura de sí mismo. Por eso, a medida que se penetra en la obra del poeta se esboza un hombre atormentado, que no se deja deslumbrar por la sonoridad, ni por el ritmo, ni la rima, sino que está atrapado en un torbellino. El Poema de otoño, evoca un personaje atormentado.  

Yo sé que hay quienes dicen, ¿por qué no canta ahora

con aquella locura armoniosa de antaño?

Esos no ven la obra profunda de la hora,

la labor del minuto y el prodigio del año.

Yo, pobre árbol produje, el amor de la brisa,

pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa

¡Dejad al huracán mover mi corazón!

 

En el horizonte del poema está la transfiguración en la interioridad. Se altera el paisaje de la subjetividad. Hubo un tiempo en el cual el poeta era fauno de los bosques sonoros. En ese universo, la sensibilidad, la musicalidad, el ritmo interno inducía el espíritu a la armonía. Sin embargo… la huella de los días transmuta el son y el canto. Ese avatar, que está oculto, enredado en el canto, en el amor de la brisa, se expresa en Cantos de vida y esperanza, de manera especial en los poemas: La dulzura del ángelus, Nocturno, A Pocas el campesino, Melancolía, Nocturno, Thanatos, Lo fatal. Lo deslumbrante poco a poco pierde su luminosidad. En los poemas se va diluyendo el fulgor de las palabras.

Tampoco importa el juego de versos, en el cual es valioso el ritmo y la rima. Hay un cambio, pues aquel mundo colorido se desdibuja y, en su lugar queda la interioridad en el dolor y la agonía. Desde la angustiada vida cotidiana vuelve a la memoria la belleza que desapareció para siempre, Allá lejos.

foto tomada internet

 

Buey que vi en mi niñez echando vaho un día

bajo el nicaragüense sol de encendidos oros,

en la hacienda fecunda, plena de armonía

del trópico; paloma de los bosques sonoros

del viento, de las hachas, de pájaros y toros

salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía.

Pesado buey, tú evocas la dulce madrugada

que llamaba al ordeño de la vaca lechera

cuando era mi existencia toda blanca y rosada;

y tu paloma arrulladora y montañera,

significabas en mi primavera pasada,

todo lo que hay en la divina primavera.

El recuerdo va hacia otro estado de ánimo. Un tiempo distinto sustraído del contacto directo y vulgar de lo inmediato. El espíritu encontró la eudaimonia en la espontaneidad, en el encanto y la vivencia que funde los colores y las formas, como a través de un velo (tiempo). En el recuerdo el poeta abreva en la vivencia de otro tiempo. La luminosidad del trópico, la hacienda fecunda, la naturaleza plena de armonía. Sólo que ese recuerdo es visto desde el interior destrozado y en melancolía se recuerda el sol de la infancia. Después de ser el fauno… la existencia desdibuja la imagen de la infancia, como mundo pleno:

“Cuando era la existencia toda blanca y rosada”

En el interior hay un universo abisal distinto a aquel que se evoca en un tiempo poético. La escisión dolorosa es la distancia que separa, el presente y, el “era” se convierte en algo que no se puede asir, ante un presente deslucido. Sin embargo, en ese interior el era, el corazón abreva para invocar el aliento de la existencia, que no posee el esplendor maravilloso en el presente.

La belleza de los versos de Rubén Darío: musicalidad, melodía, imágenes y espíritu esconden la agonía de quien titubea. La poesía, bosqueja la oscilación entre la ensoñación y el raudo destino, del hundimiento en la zozobra. La subjetividad es oscilación en la que hay constante transmutación, tormento, agonía, aspiración a la armonía. Sin embargo, la armonía no se encuentra en la religiosidad, sino que se habita el ser sentimental, sensible y sensitivo en una profunda insatisfacción consigo mismo.

Hermano tú que tienes la luz, dime la mía.

Soy como un ciego.  Voy sin rumbo y ando a tientas.

Voy bajo tempestades y tormentas

ciego de ensueño y loco de armonía.

Ese es mi mal. Soñar. La poesía

que llevo en el alma. Las espinas sangrientas

dejan caer gotas de mi melancolía.

Y así voy ciego y loco, por este mundo amargo,

a veces me parece que el camino es muy largo

y a veces que es muy corto.

Y en este titubeo de aliento y agonía

cargo lleno de penas lo que apenas soporto

¿No oyes las gotas de mi melancolía?

La certidumbre, la armonía en el sentido primordial del término, que constituye la configuración de sí mismo, se pierde. El estado de ensoñación da paso a la incertidumbre. Zozobra el sentido de orientación. Le estremece la condición humana. Conmovido parece como si el espíritu perdiera todo aliento y fuese a desfallecer. Es entonces, la interioridad un acontecer agónico. Es sueño ante el estar perdido y el dolor es nostalgia de armonía. Y así este sendero constituye el mal: “el raudo destino” que lleva a la perdición y la fuerza que tiende a un mundo distinto.

                               “Ese es mi mal. Soñar”

La contradicción. El acontecer, en el interior, lleva a la amargura, a hundirse. Sin embargo, hay salida. Esta se halla en el arte:

       “La poesía

es el camino férreo de mil puntas cruentas

que llevo sobre el alma”

La creación es algo vivo. Tiene su nacedero en la substancia dolorosa de estar perdido y el ansia de armonía.  La agonía no es otra cosa que oscilar: soñar, caer, levantarse, volver a caer, errar. Lo espantable de humano cieno es la tortura interior por la distancia que separa lo que se es y la visibilidad del ideal. El dolor está patente ante el deslucimiento. Mucho más esa aspiración que iluminó en otro momento la vivencia, desapareció. El camino de la trascendencia. En lugar de la oposición entre temporalidad y eternidad, entre finito e infinito se extiende el horror de sentirse pasajero. Horror de ir a tiendas. Aquello que enmarcaba el ideal se diluye. Se está perdido. Espanto ante la finitud:

En medio del camino de la vida…

dijo Dante.  Su verso se convierte:

En medio del camino de la muerte.

A diferencia de la secularización en el campo de la filosofía, en la conciencia de Rubén Darío, la secularización se expresa en poesía. Sólo que éste darse cuenta de la perspectiva en el cual transcurre la existencia conduce a la soledad. Ante el espanto que siente, huye se hunde en la interioridad y en las noches de insomnio, cuando el silencio se apodera de la ciudad, se escucha el sonido de las puertas, el paso de un coche lejano. Entonces viene lo que hubiera podido ser la vida y lo que no fue, “la pérdida del reino que era para mí”, el sueño que ha sido la vida. Cuando en el recuerdo surgen los que han muerto, escribe. En los versos en los que expresa su situación desesperada.

Como en un vaso vierto en ellos mis dolores

de lejanos recuerdos y desgracias funestas,

y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores,

y el duelo de mi corazón, triste de fiestas.

Rubén Darío duda. No encuentra dónde ubicarse, se mueve en el desasosiego, la amargura, la exasperación, el sentido crítico. El fracaso se hace presente y al mismo tiempo la autoconciencia de encontrarse en la incertidumbre. Y, ante lo nuevo que es el mundo profano, el dolor expresa la angustia por la desorientación. El camino es incierto. La morada es universo sin sentido. La condición es soledad, agonía y desconcierto. Rubén Darío se encuentra en el mundo de la prosa. La oscilación de su espíritu no es otra cosa que la conciencia de la fragilidad, ser finito, perdido en un tiempo azaroso, desconocido.

 La interioridad, la íntima realidad se erige en el desconcierto. Continuidad de la soledad, duda, incertidumbre e indecisión. El nuevo horizonte no es la religión. La poesía constituye la expresión de la existencia en la temporalidad, la penuria, la libertad. El acontecer de la finitud es agonía consigo mismo, dado que no se sabe el camino, tampoco el destino que sólo ofrece al final el espanto de estar muerto pues no sabe nada. De ahí: Lo fatal

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo

y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror…

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida por la sombra y por

lo que no sabemos y apenas sospechamos.

                   * Profesor de filosofía Universidad del Cauca

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